Recuerdos de José Manuel Cano Pavón. Su biografía aquí
En San Juan, al pie de la parte final de la barriada del 'Monumento', por arriba de la barriada Guadalajara, hubo en los años treinta y hasta fines de los cincuenta un laboratorio farmacéutico llamado 'Sanavida', que fabricaba varios medicamentos, entre ellos el 'Epivomil', que era un tranquilizante.
Dicho laboratorio lo fundó un alemán llamado Conrado Engelhardt (un hijo de él fue psiquiatra en Sevilla, no sé si vive). Ellos, los Engelhardt, vivían en un chalet donde hoy está Regina Mundi (quizás es el mismo edificio que luego se adaptó, no me acuerdo bien). Al tal Engelhardt lo detuvo la Gestapo en los años cuarenta o así y fue ejecutado en Alemania.
Yo recuerdo muy vagamente haber estado en esa casa, aunque entonces ya no vivía el fundador, pero es un recuerdo muy vago, yo podría tener 4 o 5 años, o menos. Una hermana de mi tía política, llamada Carlota González, trabajó en dicho laboratorio. Y un hermano de Carlota -y por lo tanto de mi tía-, llamado Paco González Jiménez fue detenido con 16/17 años en 1936 por su presunta militancia izquierdista y muerto en un lugar indeterminado (quizás en las tapias del cementerio de San Fernando); estudiaba para perito industrial. Lo he intentado localizar a través del Foro de Desaparecidos de la Guerra, pero al llamarse de esa forma nos ha sido imposible obtener algún dato. No ceo que se pueda localizar porque no se inscribió su defunción: era un muerto anónimo.
Bueno, estos son algunas cosas a vuelapluma que se me han venido a la memoria. Espero buscarte más cosas.
Te envío un fragmento de mi libro inédito 'La terquedad del tiempo'. Aunque es una novela, lo que aquí cuento es rigurosamente cierto. Y también te adjunto una fotografía de 1984 de la casa donde yo nací y donde vivieron mis abuelos y mi tío (eran dos casas adosadas, propiedad de Cros). Han dasaparecido lamentablemente.
…Aquella tarde soleada y calurosa del sábado 18 de julio, Manuel Pavón Díaz salió de su casa para pasar la tarde en la capital. Normalmente iba al Círculo Mercantil del que era socio aunque, según decían sin mucho fundamento algunas malas lenguas, sus pasos solían llevarle en ocasiones a la casa de su supuesta amante, Asunción, que al parecer vivía en el barrio de San Bartolomé. A Inés, su mujer, alguien le dijo que la tal Asunción era costurera, viuda sin hijos y estaba enamorada de Manuel, aunque éste sabía que aquel amor sabatino tenía poco futuro: duraría lo que tendría que durar y nada más.
Manuel salió de su casa hasta la puerta de la fábrica de la Sociedad Anónima Cros, de su fábrica, en la que llevaba treinta años trabajando. El tranvía, que venía de Puebla, pasando por Coria y Gelves paraba precisamente frente a la entrada de las instalaciones fabriles. Estuvo hablando un rato con el dueño de un pequeño kiosco de bebidas –una cantina modesta- que vivía exclusivamente de los obreros de la fábrica.
El tranvía como siempre traía retraso. El dueño del bar le dijo que el Gobierno no le había dado importancia a la sublevación de algunas tropas en Marruecos, “nada de particular, agua de borrajas, como lo de Sanjurjo en el 32”, “pues Dios te oiga” –le dijo Manuel.
Llegó el tranvía amarillo y Manuel subió a la primera unidad.
Viajaba poca gente, entre las cuales reconoció al notario de Coria, don Blas
Infante, que tenía fama de hombre político y de persona seria. Él lo conocía
por motivos de los papeles del testamento de su tío.
El tranvía paró en la plaza principal de Alfarax, llena de hombres que comentaban las noticias de la sublevación con vehemencia. Luego abandonó la última calle del pueblo y se internó en el viaducto y el puente que salvaba el río. Al final del viaducto, justo en la esquina de la base de Tablada, el tranvía paró. La parada correspondía al Fielato, y allí los tranvías sustituían el trole de la ciudad por el pantógrafo que se usaba desde allí hasta Puebla, y cuando iban hacia la ciudad actuaban al contrario.
Una pareja de guardias y algunos tranviarios les dijeron que el tranvía no podía seguir, porque en Sevilla había lucha, a eso de las tres de la tarde se habían sublevado los militares. Bajaron todos del tranvía y, en efecto, se escuchaban disparos de fusil y de vez en cuando el ronco bramido de la artillería, “están atacando el Gobierno Civil, que está cerca de la Plaza Nueva” dijo alguien. Algunos de los viajeros decidieron ir andando hasta el cercano barrio de Triana para saber lo que pasaba con más detalle. Otros, como Manuel, que no querían meterse en líos, decidieron regresar en el tranvía que iba a volver a La Puebla.
Durante el
recorrido hasta la puerta de la fábrica estuvo hablando con don Blas, el
cual se mostraba pesimista con la situación:
-Hay mucho odio acumulado, Pavón, y no sabemos donde acabará todo esto.
Se bajó del tranvía e informó al tabernero lo que había pasado y éste le
dijo que iba a cerrar el bar por lo que pudiera ocurrir. Y Manuel recordó
que aquella mañana se habían escuchado disparos de fusil en la base militar,
en la que había más aviones que de costumbre.
Se sabía ya que la sublevación había estallado unas horas antes en Canarias, y tal vez aquellos aviones iban a atacar a los sublevados en África o en las Islas.
Cuando llegó a su casa vio que Luna, auxiliada por Enriqueta, había llenado la mesa del comedor con montones de libros y folletos, que en su mayoría eran de sus hermanos. Había libros de texto, de matemáticas, de física, de dibujo, pero otros de carácter político o filosófico o exclusivamente literario: un resumen de El Capital de Marx, algunos escritos de Lenin, obras de Ortega y Gasset, novelas de Galdós, de Ciges, de Clarín, y otros impresos de difícil ubicación.
-¿Qué hacéis? – dijo Manuel.
-Pues que vamos a ir a quemar al horno de la fábrica todas las cosas que
puedan ser subversivas, por si acaso. -¿Sin consultarles a Pablo y a Diego?.
-Si, voy a aprovechar que no están, Pablo se fue al Barrio Alto a pelar la
pava con su novia, y Diego está en casa de Antonio Ruiz, con los hijos de
éste.
Y en un par de bolsas de gran tamaño metió los libros que consideró peligrosos, incluyendo a Ortega y Gasset, a Galdós, a Sender y demás, de hecho sólo les dejó los libros de texto, las obras científicas, y una Biblia. Y se fueron las dos a paso vivo hacia la fábrica, hablaron con algunos obreros de confianza y arrojaron toda aquella literatura –la mayoría sin connotaciones políticas- al fuego, y sólo se fueron de allí cuando se quemaron.
Los obreros estaban preocupados. A esa sólo estaba el turno de mantenimiento, y casi todos eran conocidos de ellas. Luego, por la noche, cuando llegaron Pablo y Diego pusieron el grito en el cielo y le dijeron a su hermana que estaba loca, que no iba a pasar nada.
-Sí va a pasar, y pronto –dijo su padre. Yo no he podido llegar a Sevilla, y al parecer la sublevación ha estallado en Jerez, en Cádiz, en San Fernando, en Algeciras, en Córdoba y en otros sitios. Y tal como están las cosas más vale estar prevenidos.
-Pero no sé que carácter
político o revolucionario puede tener un libro de Ortega o una novela de
Galdós – dijo Diego, aficionado a leer a ambos autores. -Ortega fue uno de
los que trajo la República – respondió Luna.
-Y el Galdós ese es muy anticlerical, según me ha dicho el cura - añadió
Enriqueta.
Las razones de ambas no convencieron a Diego, que se preguntaba si el peligro era tan grande o su hermana estaba presa de histerismo. Porque aunque triunfaran los militares no tenían porqué perseguir lo que la gente leía; en la dictadura de Primo de Rivera se vendían en las librerías todo tipo de libros. O sería que las mujeres tienen un sexto sentido para percibir un peligro difuso.
No quiso discutir más, porque en realidad los libros que habían sido pasto de las llamas eran obras baratas, en su mayoría ediciones de bolsillo. Afortunadamente no le habían quemado los libros de texto de la carrera de perito ni la tabla de logaritmos. Desde el jardín y el patio se oían ecos lejanos de disparos por la parte de la ciudad, que sonaban igual que los cohetes de las ferias y verbenas.
Hacía calor, pero
no la notaban. Cenaron en silencio bajo la mirada mecánica del reloj de
péndulo, que parecía ir más despacio. Sólo el aparato de radio, puesto a
medio volumen, daba cada cierto tiempo el bando del estado de guerra firmado
por el general Queipo de Llano, y en los intervalos sonaban marchas
militares conocidas:
Queda declarado el estado de guerra en todo el territorio de esta división.
Queda prohibido terminantemente el derecho a la huelga. Serán juzgados en
juicio sumarísimo y pasados por las armas los directivos de los sindicatos
cuyas organizaciones vayan a la huelga o no se reintegren el trabajo los que
se encuentren en tal situación a la hora de entrar el día de mañana.
Y así seguían unos artículos amenazantes tras otros, y se anunciaba también
la implantación del toque de queda.
El bando terminaba diciendo:
Espero del patriotismo de todos los españoles que no tendré que tomar
ninguna de las medidas indicadas en bien de la Patria y de la República. El
general de la división, Gonzalo Queipo de Llano.
Manuel comentó que no entendía la naturaleza del golpe, porque Queipo de Llano era bastante republicano. Además, era Inspector de los carabineros, mientras que el que mandaba en la División de Sevilla era el poco conocido general Villa-Abrile. Se acordó entonces de que Queipo era consuegro de Alcalá Zamora, y quizás el cese de don Niceto le debía haber cortado muchas de sus aspiraciones de poder.
Cuando terminaron
la cena seguían los disparos en la lejanía y la radio continuaba con su
cantinela. En la casa nadie durmió aquella noche.
José Manuel Cano Pavón, fragmento de “La terquedad del tiempo” (novela
inédita)
Texto cedido por: José Manuel Cano Pavón
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